martes, 17 de abril de 2012

00:50

Bajo el edredón de plumas, Arnaldo dormía plácidamente. Yo, con el volumen muy bajito, veía televisión. Un episodio de Law & Order. Uno que no había visto. Pensé en un principio que mi marido estaba inquieto y que la cama se movía por su intranquilidad. Me tomó un segundo percatarme que era un temblor. Uno fuerte. Mi mano se convirtió en garra y se la clave en el brazo. "Despiértate, está temblando."

Ahora vivimos en un primer piso, como llaman aquí a la planta baja. Este edificio es pequeño, apenas unos cuatro pisos. Nos dio tiempo para sentirlo, asustarnos, comentarlo, decidir si era prudente saltar de la cama y echar a correr y pensar que en Caracas se asustarían al saber la noticia. Más tarde, dos réplicas.

Esta vez fue menos intenso, 6.7 en la escala de Richter, pero muy largo, con sabor a eternidad, casi dos minutos o casi tres, según leemos en unas u otras páginas. Esta vez, el epicentro estuvo mar adentro, frente a las costas de Valparaíso. El Neptuno del Pacifico se enojó. Esta vez los crujidos de la estructura fueron menos dramáticos.

En la televisión informaban. La corriente eléctrica se interrumpió por varios minutos en algunas comunas de Santiago. Se saturaron las líneas telefónicas pero el sistema de SMS y el Internet sirvieron para que la gente se comunicara. Las sirenas sonaron por al menos media hora. Esta ciudad se puso en modo de emergencia. Eso produce sentimientos encontrados. Serenidad porque se sabe que los sistemas funcionan; angustia pues la sensación de peligro invade todo.

Nuestro expediente sureño ya contabiliza tres temblores. Salfate, ese extraño hombre, suerte de gurú, que recibe datos logarítmicos de un supuesto grupo de científicos brasileros, vuelve a atinar en sus predicciones, con 24 horas de retraso.

Nos preocupa sentir menos miedo cada vez. Cuando a la naturaleza no se la respeta, ella se mofa y más tarde cobra.

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