domingo, 15 de abril de 2012

Caminar y almorzar

Una de las razones por las que decidimos venirnos a pasar esta temporada en Santiago es porque buscábamos vivir en una ciudad donde todo pudiera hacerse caminando o en transporte publico.

Para conocer la ciudad de los santiaguinos hay que dejarse extraviar. Perderse por las calles sin tener claro a dónde nos conducen los pasos. Montarse en un autobús y temer bajarse en la estación equivocada. Así llegamos a los entresijos de Las Hualtatas. Cada callejuela que termina o atraviesa esa avenida está llena de casas lindas y pequeños parques que convocan a la reunión. Ahí no hubiésemos llegado de no haber sido porque creímos que un mercado de las pulgas al que corría invitación era una suerte de mercado de antigüedades. Resulto ser una venta comunitaria de ropa usada y artículos en descontinuación. Nada había allí para extasiarse. Pero descubrimos una parte de la ciudad que jamás habíamos visto.

Di un paso en falso en una acera y casi puse la cara en el suelo. No fue así, por fortuna, pero me perjudiqué los músculos en el intento por evitar caerme. Este cuerpo traicionero aprovecha cada oportunidad para recordarme que en esta guerra contra la enfermedad, unas veces gano yo y otras ella.

Tomamos el 502 en la zona baja de la rotonda entre Manquehue y Vitacura. Nos bajamos en Mañío para almorzar en Le Fournil. Estaba lleno. Una pareja joven, de esas a quienes les parece siempre corto el tiempo, termino su café. De primeros en la espera, nos apropiamos de una mesa en la esquina. El garzón nos hizo señas. Ya pronto nos atendería.

De vecinos de mesa, tres mujeres y un hombre. Argentinos. de esos que despestigian el gentilicio. El monopolizaba la conversación. Mentía con elegante descaro. Estuve tentada de interrumpirlo. Pero este señorito no habría de estropear este glorioso almuerzo de soleado sábado en Santiago.

El confit de pato que escogió Arnaldo en un corto pero apetitoso menú estaba, a juzgar por su silencio, tan delicioso que bien ameritaba una estrella. Mi steak tartare me hizo recordar París. Nada que envidiar al que sirven en el Café de la Paix, lugar que guardo en mis recuerdos pues allí fue a cenar con Mami cuando fuimos en el 99.

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